miércoles, 1 de abril de 2015

Carta a una amante irónica.




El cojo Peroche canta por soleares en esta primera mañana de abril, con un sol radiante entrando por la claraboya que no tengo. Escribo para ti, I, que estás al otro lado del mundo, bajo un tejado de pizarra y gorriones junto al mar que muerde con sal las ventanas de tu casa, las estrellas que miras sin mirar, las olas de lo que fue dejando algas embusteras en el arenal de entonces.

Descontrolado, así me has dejado.
Con solo dos palabras.
El otro.

Preservaba la ternura como un jardinero que cuida los arbustos malheridos de la memoria. Podaba con mis dientes los pliegues del pasado. Con obsesivo celo protegía los brotes del cariño, de la atracción creciendo como madreselva que se adhería a mi alma con más y más fuerza. Comíamos cerezas, tomábamos café, cortábamos jamón con afilados cuchillos, nos mirábamos a los ojos y se encendían las alarmas sin asustarnos,

Y ahora esas dos palabras vacían los aljibes, agostan los parterres, queman la hierba, rompen los esquejes, dejan la tierra oscurecida, infértil, con un viento trágico que se lleva los sueños, se incendia el monte junto al penal de no verte.

Evoco, medito, rumio, me refugio en la imposible lucidez, me escondo en el contrabando de palabras. Viajando al abrigo de las miradas inoportunas me oculto, disimulo, selecciono la voz que aparente, que disfrace, no, tiempo de tragedia, tiempo nublado en primavera del norte, voces fragmentadas, entrecortadas, no hay cobertura, obsesiva imagen de tu cuerpo reflejando la luz leve que se filtra por la persiana que protege, hondura en la aparición de caricias que atesoramos como una oración selectiva, protectora, intensidad en los besos que antes no nos dábamos…

Pero de súbito…el otro.

En la radio el 
Brillantina se marca unos tangos, músicas que antes no, canciones saliendo de un arcón bajo la cama sin dosel. Te escribo, I, sobre las rocas del acantilado, desafiando los tambores y las certezas; te escribo en la orilla, saltando las rayas del agua, el misterio, el miedo, la sombra ciega que me ofrece tres deseos, la visita piadosa del todavía, trágico como un actor desdentado, ridículo como un cómico a caballo entre lo imposible y la pirueta, con un gorro de cascabeles, con una nariz postiza, roja, silbando, con los pulmones abiertos a la resaca de ese otro.


Pongo las cartas sobre la mesa, esta es una partida en la que nadie gana, tres envido y llevo pares, órdago al juego y ahora me sales con que no hay otro, que ni siquiera yo soy uno y nos reímos bajo la parra, fotografiamos a los cisnes entre los juncos, desafiamos las miradas de los desocupados en el muelle, de los marineros en tierra, de los que levantan plazas de toros, de los capitanes de barco en la proa de la inactividad, de los vecinos asomados al balcón, de los guardias civiles en sus torretas, de los surfistas avistando olas, de las gaviotas que se ríen, inoportunas, y graznan y nos señalan con sus picos amarillos y ahora recojo el mantel y dentro estamos tú y yo y esta historia renacida y cierta.

Me has convertido en un antropófago.


Los dos cuadros son de Nelson Shanks 

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