viernes, 25 de abril de 2014

M5



Por la ventana del autobús miraba las paredes encaladas, los árboles desconocidos con frutos redondos o racimos, algunas nubes, las iglesias blancas con sus torres torcidas y cigüeñas, la flor helada del estupor en mi cabeza, las perlas del atrevimiento que coleccioné entre ceniza y piedras y los pulmones empequeñecidos al caminar entre el lugar de muertos de Mitla (1).     



Nos detuvimos en un pueblo. Pasó un entierro. El ataúd estaba cubierto por un echarpe blanco. La comitiva estaba precedida por una banda de música. Al autobús subió un policía que recorrió el pasillo y en su mirada había un reto que se posaba como un pájaro en los párpados de cada pasajero. Desde fuera nos miraban caras oscuras, serias, también niños y mujeres que ofrecían comida y agua de colores y fruta y botellas de mezcal. Dentro el aire estaba lleno de relámpagos, como si el aliento de un buey de temor inundase cada rincón.



Partimos y el calor del mediodía se endulzó con gruesas gotas de tormenta fugaz y seda verde y en la radio alguien  cantaba préndeme fuego si quieres que te olvide  y desde ahí todo fue tan rápido, subimos alto, alto, hasta donde hierve el agua (2), lejos de todo. Allí estaba, admirado por la belleza de las montañas y el silencio y en la alberca dejé los miedos y supe que debía continuar y el hollín de lo desconocido y la curiosidad como una pobre niña encerrada y los normalistas gritando en Oaxaca y una raya negra indicando desde aquí hasta quién sabe.

Seguí, claro.      



Grande Jose Alfredo Jimenez.

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