martes, 22 de octubre de 2013

Perros científicos.


Aguzamos el oído para escuchar tras las ventanas
los pasos que se acercan y que muy pocas veces
 se detienen en la cancela. Generalmente siguen, se diluyen lentamente, dejándonos esa tristeza que flota en las estaciones los domingos por la tarde. Cuanto más se alejan —digámoslo sin dramatismo— más nos vamos llenando de palabras. 

(Guillermo Pilía).



Sabemos que no hay regreso, una vez que se abandona el barco no hay regreso y en el crepúsculo las olas esparcen lo que era, los peces negros mastican las moléculas de una historia secreta qué de tan bella las transforma en musculosos tritones adolescentes nadando hacia lo profundo, ahí abajo, en el estómago del mar, entre tiburones ciegos y ancianas sirenas que lloran y hacen calceta bajo submarinas bombillas parpadeantes.

Arriba, en la superficie, a cámara lenta, sigue el naufragio, el estoico y obeso capitán en la proa, las barcas repletas de pasajeros asustados por las hélices que amenazan, atónitos, temblorosos, inútiles señales de petición de socorro, los mensajes en código Morse, un ángel en un tragaluz filmando la catástrofe para los informativos celestiales y ese pájaro con una rama de laurel en su pico volando entre las nubes de la tormenta hasta la mano cerrada de ella, su brazo lleno de gavilanes, su corazón en la punta del iceberg, su mirada cosida con puntadas de modistilla, su antigua pasión cortada en mil pedazos que el viento se va llevando por los muelles del amanecer o más allá, lejos. Un chaval pamposado encuentra uno de esos pedazos y se lo enseña a su madre qué, ahíta de aburridas tardes de parque y semillas de girasol, le pega en los dedos mientras grita - ¡Niño, no cojas porquerías del suelo!-

Y así, así dentro de la sombra quizás haya luz o simplemente este silencio sea la muerte y ella y yo ya no nos veamos nunca más y aún entonces esperaré el placebo de la resurrección de la carne, si la hubiera, y donde antes tenía una pierna esa blanca tibia me convence que no, que ya no y un perro muerde mi calavera, la  roe detrás de la tapia del cementerio cercano a su casa, la quinta, bostgarrena, antes se ha comido los veintiséis huesos de mi mano derecha.

No sé como escribiré a partir de ahora, que alguien me deje una mano.



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